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Yuyos Malditos desparrama poesía y otros verdores - Diario El cordillerano
Silvia Urtubey: “La rebelión de la muda” - Diario El Cordillerano
Publicaron libros de Silvia Urtubey, Albertina Rahm y Sergio Petriw - Diario El cordillerano
El FER entrega libros a Sergio Petriw, Silvia Urtubey y Albertina Rahm - Vientos del Este
Silvia Urtubey celebró La rebelión de la muda -  Diario El cordillerano

Nuestras publicaciones

INTRODUCCIÓN

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A propósito de esta introducción, viene a mí aquella idea —tal vez debiera decir aquella información— que difundiera un astronomo y tomara para su canto un poeta:

 

"¿Qué hay en una estrella? Nosotros mismos. Todos los elementos de nuestro cuerpo y del planeta estuvieron en las entrañas de una estrella. Somos polvo de estrellas."

Ernesto Cardenal. Canto cósmico

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Tal vez eso que llamamos amor no sea ni mas ni menos que la manifestación de una de las particulas del polvo de estrellas con que estamos hechos, uno de los aspectos de aquello que a todo y todos nos constituye.

Somos uno y somos muchos. De lo mismo estamos hechos y con eso construimos lo diverso. Somos piedra, palo, pulpo, piel. Somos pasto, ameba, oruga y mariposa. Somos mono, viento, virus. Gato, gota, menta. Pelo, carne, hueso. Somos luz y sombra, silencio y palabra. Somos aire, tierra, fuego y agua. Somos todo y nada al mismo tiempo.

Para decirlo de otro modo, tomo y traigo unas palabras que he recibido directamente de un filosofo contemporaneo:

​

Este mundo nuestro es un mundo

muy grandote con otros mundos adentro.

Juan G., 5 años (cumplidos)

 

En fin, de algunas de estas cosas que somos tratará este libro…

​

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Historias breves de amores controvertidos

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ARIEL  NAVALESI

Seleccionado por el jurado del concurso EDEBE (México) 2015.

ISBN 10: 6078377469 / ISBN 13: 9786078377466

Editorial: EDEBE, 2015

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¿Cuál será la relación amorosa entre una libélula y un hada? ¿Cómo será posible un flechazo a primera vista entre un auto destartalado y una motocicleta último modelo? ¿Sabías que una lombriz tiene 5 corazones?, entonces, si entrega su corazón a su amada, ¿qué hace con los 4 corazones que le sobran?, ¿a quién más amarán?

En este libro encontrarás historias de amor que jamás creíste que existirían.

Jesús Covarrubia

Confesión al lector                 

 

¿Cuándo nace una historia? Quizás debiéramos decir que nace cuando hay alguien que se decide a contarla y se encuentra con otro alguien que la escucha.

¿Cómo sabe, quien una historia cuenta, cómo habrá de contarla y a partir de qué punto comenzarla?

Las posibilidades son infinitas. Diremos, simplemente, que él es quien elige. Que es responsabilidad absoluta del narrador. Que aquello que hace que esa historia sea esa, y ninguna otra, es la manera que elige para contarla.

Ariel Navalesi

Ediciones Demesura Hoja 68 - S. C. de Bariloche - Marzo 2017

Selección: Javier Gil y Jorge Alegret

La rebelión de la muda

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SILVIA URTUBEY

Seleccionado por unanimidad del Jurado de la Primera Convocatoria Literaria anual 2016 del Fondo Editorial Rionegrino (FER). Fondo Editorial Rionegrino, 2017

ISBN 978-950-767-065-7

 

A modo de advertencia, nos trae la autora la voz de Enrique Molina: “Hay una poesía de jalea de membrillo y otra que es el clavo ardiendo.”

Póngase lector, lectora, guantes de amianto. Afírmese para sostener este libro que viene a sacudir la modorra de las cómodas e insulsas estéticas livianas: 

“…si a tus ojos/los poetas se apasionan demasiado,/cuídate. Del poeta, del poema/y ─sobre todo─ /del gusano al que sirves de casa.”

Póngase ojos de ver, no de mirar, porque es un libro poblado de imágenes. “En la emboscada de tu boca/una yegua acaba de morder el pasto fresco/tiene el morro verde y húmedo/y me sobrevive después del apagón.”

Póngase oídos de oír, no de escuchar, y podrá cabalgar sobre ritmos y sonoridades que trascienden lo formal y lo semántico. “Ahora se colma de colmos mi colmena.”

Cuídese de las heridas que tal vez le reavive o le provoque. Déjese acariciar por los destellos de una extraña ternura que se entreteje por los intersticios de lo trágico.

La rebelión de la muda es un grito poético cargado con la sutileza del aire en suspensión y con la fuerza propia de los vientos patagónicos. Etapas y paisajes se fusionan en una voz con fuerte y clara identidad. Lo urbano y lo salvaje, lo personal y lo universal, lo explícito y lo sutil, lo amoroso y lo brutal, todo tejido, ligado, atravesado por la inquietante amalgama de la erótica poética, sin la cual los versos serían hojitas secas en el viento.

Tres estaciones ─que no dejan de ser una─ nos propone el libro: “Contraseñas de la cría”, “Alegato de la hembra”, “El mundo: gritos, sigilos y escondites”. Como círculos concéntricos, como recorrido radial o lineal, encontrará cada quién su manera de transitarlo. “La rebelión de la muda es materia/del polvo propagado a golpe de malón.”                

Ariel Navalesi

2006, el año de los concursos

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Pensar escribiendo

Silvia Urtubey - 2006. 

Poema finalista y publicado por el 4° certamen Internacional de poesía La Lectora Impaciente - 

“Es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura”.

El inmortal - J. L. Borges

Un ser de palabras, el soldado inasible,

vela tu mano como a un organismo pretencioso.

Se asemeja a la mancha

en que tus labios se convierten

y busca en la ingenuidad de sus noches lo inaudito.

Le hace falta gramática en los huesos

a la oquedad que deja sin palabras

cuando late el mar desde la caracola.

Le hace falta una sirvienta,

una estampa de santas etimologías,

cuerpo y alma en la moneda del escribiente ajeno.

Si hasta la propia sombra es extraña

y el músculo profesa una fe decorativa,

ver caer a la palabra es estallar bajo su prisa.

Le hace falta hormigueo en la textura,

empuñadura de silencios al olvido.

En la bodega de letras increíbles

se destroza el pensamiento,

derrama jugos morados el silencio

y tiembla la negrura ante el rasguño de los signos.

Intemperie es lo que hay ahora

bajo los pies y sobre la cabeza,

tras las espaldas y frente a los ojos.

Intemperie de palabras, el corazón hundido,

lentitud, homenaje y escritura de palotes.

Tendrías que ir conmigo a mi infancia,

oler a tierra mojada y a polvo de ladrillo.

No explicarte la pena de la escuela

ni el espanto del credo en los zapatos infantiles.

Los piadosos ruegan

una pizca

arbitraria

de silencio en la niña.

 

Un ser de palabras, el soldado inasible,

vela ahora su propia mano

como a un organismo pretencioso.

Desde el túnel gris, bajo la escalera del patio,

vuelve siempre la niña con el silencio en los labios,

con el perfume de las palabras

y con la punta de la lengua vacía de abretesésamos.


Federico empuja masitas de avena

desde la terraza y le advierte:

"Di tu palabra y rómpete".

El corazón del tiempo (precuela)

Silvia Urtubey - 2006.

1ra Mención del jurado con publicación. 2° Concurso literario Revista La Puerta de Cuentos breves y Poesía. Bariloche.

Categoría Poesía. Adultos. 

Al borde de algún fuego ocurren las palabras.

Tragedia tan helada y sensitiva

que sería justo partir sus moléculas,

morder antes los sonidos en la boca

y fundir su crujiente dentadura en el aliento.

 

Ocurre también el cuchillo hundiéndose antes de estallar

en los silencios que la nodriza apaña.

Parecerse al sueño

[─cuando ha sido arrancado el corazón del tiempo─

anuncia desde el frío primaveras que no pueden sujetarse, y es,

a la espera irremediable,

[lo que el vacío de milagros a la piedra.

 

Pero la náusea, arrancada al corazón del tiempo,

no es de los locos ni mía, madre.

el corazón del tiempo levanta su antorcha en la autopista,

[sobre los escombros.

Con el polvillo gris vuela mi desamparo

de cuando el tiempo o era, todavía, mi desdicha.

 

Mira cómo parece que todo se ha diluido y el humo

[del incienso se marchita.

en otras palabras, se agitan de dolor las excepciones

cuando ha sido arrancado el corazón del tiempo.

Si lo ofreces a los lobos, madre,

[cuando lo hayan devorado

brotará en el pulso de la bestia

[la murga sin sentido en una lengua extraña.

Sucederá la exactitud en coordenadas toscas,

[el peon en su damero congelará tus vestidos

y en la bienvenida de todas las desdichas

[el corazón del tiempo ocupará su vacío.

 

Me corresponde hurgar en mi tierra

las infancias de malditos y un diamante,

otros corazones magullados

[en la mesa de vivisección

como si fuera posible nombrar esa nube

[en la escandalosa palabra de la fragilidad,

y más hondo, dentro de mi piel,

[detrás del nombre propio y del apodo,

con los ojos vendados, el grillete, la doctrina

[y el perfume,

hurgar en mi tierra, igual que el estrangulador,

sin vero otra cosa que a sí mismo reflejado

en el iris suplicante que se extingue.

 

Si me fuera dado refutar esos segundos,

igual que conmigo contigo iría

[la endiablada sombra que te sigue,

tu materia tocarías cuando buscas esqueleto,

sería tuya la carne y el humo del banquete

[que se ofrece al extraño.

 

Como un liquen hambriento, el tótem del olvido

[exhibe sus colmillos.

Es quien lleva el indulto, amuleto que impele

[─del vacío fogón en mi costado, madre─

la rajadura inmóvil que fuera lugar del corazón,

[tiempo y condena.

 

Con suerte, en el cuenco de una lengua donde

[la bestia es cueva,

la omnívara sin corazón buscará hogar,

y en la bienvenida de todas las desdichas,

[el corazón del tiempo ocupará su vacío.

Noche de perros

Silvia Urtubey - 2006.

1er Premio. 2° Concurso literario Revista La Puerta

de Cuentos breves y Poesía. Bariloche.

Categoría Cuento Adultos. 

“El hombre es la suma de todas las desdichas.

Y cuando esta se cansa y te deja tranquilo

Entonces el tiempo se convierte en tu desdicha.”

Faulkner - El sonido y la furia

Cuando los niños encontraron a Olivia Pereira un hilo de sangre adornaba su cuello como una gargantilla de carmín seco y entre las piernas el pequeño charco blanquecino como un dije, ya era el pasado.

​

En aquella esquina nadie caminó durante el minuto entero en el que Olivia tembló y gritó esa noche. Los escolares curiosos que hallaron el cuerpo helado oyeron, sacudidos por un espasmo de terror, el eco del último alarido que ardía en los labios de Olivia todavía rosados.

El primer gruñido había aumentado poco a poco su intensidad y enseguida ella había sentido el calor del perro entre sus piernas. Quiso apartarlo como a un insecto que vuela: ─¡Fuera, fuera!─ pero la bestia se adhirió a ella buscando refugio. Los piecitos de Olivia aplicaron al suelo unos pasos pequeños, confusos, ligeros en la oscuridad, y en vano intentaron ser cautelosos. En fin, pasos de ciega.

​

El perro clavó sus ojos inyectados en los de Olivia. La rodeó, se sentó vigilando con su hocico agudísimo el miedo que la mujer transpiraba y en un segundo ritual separó del polvo a las piedritas imposibles. Olivia sangraba desde el útero desde hacía cuatro días, lo que el perro olfateó como huele el latifundio su dueño y señor. Desde ese instante sólo vivió para abrir en la tela un surco desflecado y arrancar con uñas y dientes la ternura destrozada de la mujer en retazos de vulva y sangre. Lo demás, como un hombre.

​

Dicen que el sonido es si alguien lo escucha: "Las cuerdas vocales de Olivia Pereira presentan señales de haber gritado desesperadamente", transcribió el diario local directamente de la foja de autopsia que firmó el forense de turno. Olivia Pereira alcanzó a temblar. Sus ojos ni siquiera lloraron. Casi muerta, pero antes loca, exhaló un gemido cuando el perro adulto la penetraba rítmicamente.

 

El hocico entreabierto de la bestia expulsaba huellas de espuma tibia y parecía sonreír con los ojos perdidos sin mirar.

Cerca de la difunta, el animal satisfecho caminó en círculo y luego se acomodó junto al cadáver todavía caliente. Pronto se irguió, sacudió la cabeza, y caminó lentamente hacia la casa de sus amos.

​

El hombre abrió la puerta y le habló:

─¡Ah, pícaro! ¡Las hembras andan alzadas!.. ¿Qué hacías por ahí? ¿La pusiste? Vení a tomar agua. Acompañame un poco mientras espero a Olivia. ¡Cómo demora esta mina!

Nocturno

Silvia Urtubey - 2006.

Mención del jurado con publicación. 6° Concurso Naconal de Cuento y Poesía.

Arte y Cultura de Merlo

Una de las opciones es ligeramente más corta que la otra, por eso es la que siempre elijo. Atravieso la plaza que no tiene juegos, ni bancos, ni pasto. Es rara. Es triangular. En uno de sus vértices, el opuesto al lado paralelo a la calle de la que cuelga el balcón de mi dormitorio, una muralla pequeña y angosta se erige gris. Así que busco los libros, mamá me obliga a cuidarlos bajo amenaza, dice que son muy caros y que no estamos en tiempos de derroche. Los abrazo sin poder asegurar con exactitud si soy quien los lleva o si ellos me sostienen. Abrir la puerta, bajar el escaloncito y caminar en la dirección conocida es una rutina desde que mamá ya no me lleva en el auto. Le ha costado pero ha comprendido que no puede acompañarme toda la vida a todos lados y ya tengo 17 años. La primera de las calles que debo cruzar es poco transitada, casi no atiendo hacia los costados y llego de un salto a la plaza. El triángulo es isósceles. Dibujo con mis pasos una bisectriz sobre la tierra seca y al llegar al punto más delgado del vértice gigante giro a mi izquierda para cruzar la calle.

El señor Vicente no puede evitar salir a la vereda para espiarme mientras cruzo la avenida. No confía en mis sentidos. Pero yo sé que enseguida llegará el olor a combustible desde la esquina y, antes, un aliento al spray que usan en la peluquería que enseguida se mezcla con el aroma a clavo de olor que sale imperial y temerario de la ventana del consultorio del dentista. Es la cuadra del sentido del olfato, coronado justo al doblar la esquina, cuando me asalta un frío escándalo de carne cruda en la nariz.

Hasta ahora mis pies se deslizan sobre el asfalto llano y mis zapatos dicen “este suelo es liso”.

Giro a la izquierda, comienza la cuadra del sentido del oído. Las fábricas han ensayado el pulso de los balancines y las persianas metálicas escurren el eco microscópico como si un viento levísimo impulsara la cuerda. Bajo mis pies, abrazada a los libros, puedo notar el adoquín desparejo. El colectivo a esta hora lleva sobrinas de visita y ningún obrero. Va medio vacío y por eso se desplaza con mayor ruido a lata que cuando es la hora del cierre de las fábricas.Espero a que no circulen más vehículos, cruzo la plazoleta, debo bajar nuevamente al empedrado, tanteo los adoquines. Es una calle larga, como infinita. A mi derecha sé que algunas casas particulares indican que la vereda de en frente pertenece a las fábricas y la de este lado a la zona residencial que comienza a insinuarse. Casi al llegar a la esquina, sé que a pocos pasos entraré, girando a mi derecha, por la puerta de chapa con manija de bronce.

Es muy extraño entrar siempre por la puerta de la tienda. La señorita Raquel pocas veces se mueve del cuarto donde da las lecciones. Sus alumnos ingresamos por la ferretería. Esteban, hermano de Raquel, huele a mameluco, bulones y arandelas de todo tamaño; y el suelo, de baldosones lustrados, siempre irradia aroma fresco. El negocio funciona en un galpón donde han acomodado cajoncitos llenos de clavos, tuercas, y accesorios pequeños.

Escucho los dedos de Esteban asomando por la manga del mameluco y revolviendo con sabiduría dentro de una cajita de cartón —estoy segura— en busca de la exacta cantidad de tornillos del tamaño de un alfiler enano. Los va apoyando sobre el mostrador, los cuenta con un censor experto hecho de huellas digitales, los envuelve sin hablar, sin hablar recibe el dinero, abre el cajón de la registradora, ofrece el vuelto y dice adiós sin hablar.

Hoy Esteban huele a rancio. Lo saludo con la boca casi cerrada. Llego hasta el extremo del mostrador desde el cual, con sólo girar a la izquierda sobre mis pasos, atravieso la puerta angosta de madera suave y la cierro tras de mí, volviéndome ligeramente hacia la derecha, segura de que a pocos pasos atravesaré el comedor.

En esa casa los hombres, Esteban y su padre, atienden la ferretería, cuentan el dinero y se ufanan del tamaño de su bragueta.  Las mujeres, en cambio, como habrá hecho su madre en vida, asean la casa y se consagran a sus clases sin descuidar la cocina. Triste destino el de la señorita Raquel, pienso, mientras me deslizo por el pasillo que conduce al cuarto de las clases.

Aunque sé que desde hace un tiempo la señorita Raquel habla con un hombre a mis espaldas mientras toco el Nocturno de Chopin, Op. 9 Nº 2, intuyo que lo hace a escondidas porque una vez, cuando atravesaba la ferretería para salir, escuché a Esteban decirle, en voz muy baja algo así como “Si vuelvo a ver a ese hombre por acá los mato”.

Para esa fecha fue que la señorita Raquel me dijo que le parecía que en lugar de dos clases semanales debería tomar cuatro y que mis padres no se preocupen porque ella no aumentaría sus honorarios, pero que me convenía compensar la falta de instrumento en mi casa con más horas de estudio en sus clases o no llegaría preparada al examen del conservatorio.

Nunca, desde entonces, volví a sentir el pie de la señorita Raquel sentada a mi izquierda acompasando mi estudio como un metrónomo humano, ni sus correcciones orales siguiendo, maestra celosa, la perfección del solfeo desde su libro impreso, ella en la silla tapizada en terciopelo y yo en el taburete, aunque a veces ambas nos sentábamos sobre el sofá-cama ubicado unos pasos detrás del piano, paralelo a él, bajo la ventana abierta que daba al patio trasero de la casa.

El hombre con el que la señorita Raquel hablaba a mis espaldas -mientras yo ensayaba el Nocturno de Chopin- tenía una voz que parecía salir del fondo de su alma después de haber luchado con una boa constrictora. La señorita Raquel, en cambio, le hablaba con una voz que parecía salir desde el fondo de su alma después de haber tragado un postre de mariposas.

Casi todas las veces mientras hablaban, se escuchaba como si estuvieran comiendo y corriendo a la vez. Luchaban por respirar entre palabras y producían unos sonidos contenidos similares al jadeo de los perros en verano. Algunos compases antes del final, últimamente, se escuchaba como desde un bosque la voz de la señorita Raquel; entonces, yo tocaba el final de un modo que ni Chopin hubiera soñado. La señorita Raquel, turbada, carraspeaba y decía adiós al hombre. Sospecho que él atravesaba el patio trasero de la casa alejándose, y luego ella parecía que vigilaba mi solfeo desde su copia impresa antes de despedirme.

Era jueves. Y los jueves mi clase era la primera de la tarde. Tropecé, antes de llegar a la puerta del estudio, con una herramienta metálica. Golpeé la puerta tarareando la introducción del Nocturno mientras esperaba. Nadie abrió. Busqué el picaporte, entré, reconocí el taburete al tanteo, me senté, toqué.

La señorita Raquel no ha llegado, no habla con el hombre. La señorita Raquel no me da indicaciones en los últimos compases del Nocturno, pero las recuerdo, vienen solas hacia mí como animalitos amaestrados. Termino. Busco mi versión del solfeo y la versión impresa de la señorita Raquel, las acomodo una cerca de la otra y repaso. Espero. Es la hora de irme, espero un rato más. Mis padres se preocuparán por mí. Espero. Quiero irme, camino nerviosamente unos pasos hacia atrás y tropiezo cayendo sobre el sofá.

El cuerpo de la señorita Raquel todavía está tibio. A su lado, el hombre. También muerto.

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