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Clara, Juan, Gloria

Adrián Ferreira

Temporada 1

Clara

 

—Tomate otro vasito de jugo, dale. Me siento acá, al ladito tuyo y te cuento. Para eso te hice venir ¿No?. Fui a buscar unas cositas al armario del galpón. Lo estuve acomodando hace poco, ¿Viste?. Uno de esos utensilios que molesta tanto en la cocina, los cajones son chicos y están siempre abarrotados. En fin, listo, al fondo, al mueble destartalado que era de mami, total están ahí nomás, a unos pasitos, por las pocas veces que una las utiliza... Estaba todo en una caja de cartón, no muy grande pero incómoda para cargarla y cerrar la puerta sin apoyarla en algún sitio. Al final se fue todo al piso. Menos mal que nada se rompía. ¡Me dio una bronca ver todas las cosas desparramadas! Tanto lío por una pavadita que se me había ocurrido cocinarle a Juan. Me puse de rodillas para juntarlas y vi algo asomando bajo el mueble, un milagro haberlo visto ahí abajo. Creí que el piso del mueble estaría forrado, esas cosas de mami, ¿Viste? Pero no. Desde el suelo pude ver unas chinches que sostenían un pedazo de papel madera al fondo del armario.

 

 

 

Clara, Juan, Gloria

¿Podes creerme? Algo tan extraño. ¿En el fondo del armario? ¿Ahí abajo?. Era un sobre bastante gordito. ¿Dinero? ¿Documentos de papi?. No sabía qué pensar. Lo abrí con cuidado y lo vacié sobre la mesita ratona, la que estaba en el living. Acordate, Gloria. Bueno, no importa. Había cartas, algunos envases de golosinas, tarjetitas, flores secas destrozadas y algo más. ¿Te cuento? Un anillo de oro. ¡De oro! ¿Podes creerlo?. Tomate otro trago, dale. Leí todo, todo. Había tanta pasión en esas cartas... No eran cosas tan viejas. Dos años después de haberme casado. ¿No es lindo sorprenderse con recuerdos?. Vamos, vamos para allá que te sigo contando. Yo te llevo el vasito, a ver si se te cae. ¡Epa! Agarrate de mi brazo. A la hora del mate vino Juan. Como siempre, hablamos del trabajo. Cuando le di el tercer amargo le calcé  el anillo en la bombilla. Se quedó mudo. Él, justo él ¿Quién lo entiende?. Después de todo, el descuido había sido suyo. No dijo ni A y se fue.

Enseguida te llamé, quería verte, necesitaba hablar con vos. ¿Con quién, si no?. Pasá, pasá con cuidado. Hay un montón de cositas por el piso. Apoyate, apoyate en mí, despacito. Después lloré. Lloré tanto como una estúpida. Tanto dolor sentí por esas cosas arrumbadas en el descuido y el olvido. Estaba tan nerviosa que cuando corté con vos me tomé una pastillita, pero no me hizo nada. Entonces tomé otra, tengo una cajita nueva desde hace unos meses pero no estaba tomándolas. Decidí darme un baño de inmersión. Tenía un rato largo hasta que vos llegaras y ahí se me ocurrió la idea. Sentate, sentate acá. Mirá: puse todos los recuerdos en el agua. ¿Ves, hermanita?. Estoy tan excitada...  pero no quiero llorar.

 

 

Juan

 

—Me fui sin decir ni A. ¿Pedir perdón? no, no había nada que aclarar o hacer, ya estaba todo hecho. Anduve caminando por el barrio por esas cartas que Clara acababa de leer y en las que yo no dejaba de vivir. Intenté llamarla por teléfono pero nadie contesto. Llegué hasta la Costanera y me quedé ahí hasta la noche, mirando los veleros que se iban acercando a la costa, deseando ser uno de ellos navegando sobre aguas calmas. Volví tarde a casa, a eso de las diez. Fui directo a una botella de vino y unos hielos, después me tiré en el sillón del living. Me sentía tan solo, a pesar de que ella estaba en el cuarto, seguramente con la caja de pastillas sobre la mesa de luz. La caja, pero las pastillas no. Me serví un vaso y puse dos hielos. El vino fue enfriándose y mis recuerdos deshaciéndose sobre el sillón. Me terminé la botella en diez minutos. ¡Qué ganas de vomitar! Como pude caminé por el pasillo oscuro hasta el baño. Cuando prendí la luz la vi ahí: una postal enviada desde su continente frío, rodeada por islas de papel, con pétalos deshechos amarrados a su piel,  y una balsa de cartón a punto de naufragar sin pastillas y con un único sobreviviente: el anillo brillando ante mi descuido.

 

 

Gloria

 

Su mano suplicaba sobre la costa blanca de la bañera y en el vaso de jugo aun temblaba como huellas la resaca rosa de las pastillas. Tomé el anillo con mi mano izquierda y leí el nombre -que alguna vez hice grabar-, y la fecha. Mi otra mano se zambulló en ese mar para bucear por los enormes pechos de Gloria.

 

24de enero
Temporada 2
24 de enero

Las dos mujeres salieron de la casa mascullando. Ricardo las siguió en silencio. No tuvo necesidad de explicarse el mantel blanco, las velas encendidas o el extraño olor del comedor.

Zulema salió flotando dentro de un enorme batón azul. Raído y salpicado de rojo, tal vez por la cera de esas

velas que manipulaba en el aire húmedo de la casa o por la sangre de aquellos animales que sacrificaba por amor. Escapaban a cada lado de su cuerpo unos largos y delgados brazos coronados por unas extremidades huesudas y sucias, deformadas por la artrosis. Lentas y cuidadosas arrancaban las hojas más brillantes de los arbustos que custodiaban el inicio de un jardín colmado de pastos, plantas y flores silvestres. Zulema alzó la vista al cielo, besó las hojas y se las entregó a Edelma. Ella las recibió en el hueco hecho con sus gordas manos. También besó las hojas y murmurando unas cuantas palabras las colocó en el bolsillo de su delantal. Avanzó luego unos cuantos pasos por la espesura del jardín en una nube de mosquitos e insectos molestos. Sus piernas desaparecieron junto al vaivén acompasado de sus caderas anchas y sus nalgas flácidas y temblorosas. Cada paso, lento y dificultoso, parecía seguir la cumbia esotérica y ceremoniosa que escapaba de sus labios. Mientras una grosera protesta acompañaba la flexión de sus rodillas, se acercó al suelo y arrancó unos cuantos plantines de la espesa floresta. A los ojos de Ricardo, inmóvil aún junto a la puerta, no eran más que un montón de pastos secos. Unas raíces delgadas se aferraban a un montoncito de tierra reseca que, poco a poco, se desgranaba en un recorrido aéreo desde la superficie oculta del mundo vegetal hacia aquél otro de las alturas celeste. Ella frotó sus manos por encima de su cabeza y luego llevó todo al enorme bolsillo de su delantal. Empecinadas ambas en avemarías y padrenuestros, en un movimiento unánime hicieron la señal de la cruz. En su bolsillo Edelma sacudió las manos y con ellas todo lo recolectado. Invocó a un dios ajeno a Ricardo y su obsesión, pero no para ellas que ahora con plegarías armoniosas y rítmicas convocaban al hombre a rezar. Ricardo aceptó en su desesperación, un poder inigualable y superior le era necesario, urgente.

 

Edelma se acercó al joven, le exigió abrir las manos y mostrar las palmas extendidas al cielo. Sin alzarlas y tan abiertas hasta mostrar la blancura tensa de sus centros. La vieja gorda eligió una, la besó y sentenció que esa era su mano que escribe. Sin mediar palabra, comenzó a marcar en ella unos signos extraños y oscuros, con algo tibio y oloroso, que a Ricardo le pareció un carbón. La otra vieja se acercó también, besó la frente del hombre y dibujó con algo húmedo y tibio la señal de la cruz encima de sus ojos. Algo lastimó a Ricardo en el centro de su mano, un dolor leve sobre esa superficie tensa, sudorosa y tibia. Con un delicado movimiento la vieja empujo los dedos del muchacho hacia la superficie sangrante y dolorida. Le pidió cerrar el puño con fuerza y mantenerlo así hasta el momento indicado. Explicó al oído de Ricardo los pasos a seguir, sin demoras y antes de que la oscuridad de la noche ocultase la claridad de los poderes encerrados en los signos de la mano: llegarás a casa a preparar una infusión con estas hierbas que te entrega el Señor a través de mi mano, será espesa y nauseabunda, no debes tomarla. El puño cerrado, siempre. En un papel blanco escribirás con la otra mano, la que nunca escribe, la palabra que provoca tu obsesión, tu pena o tu amor. El puño de la mano que escribe siempre cerrado. No cedas al deseo del mal, no cedas a la dificultad o al placer de abrir tu mano para acabar con el dolor. Espera, espera por tu ángel, será liberado con la fuerza contenida en tu puño. El dolor irá desapareciendo. Mojarás las yemas de tus dedos de la mano que no escribe en el té, una y otra vez, más de diez veces y no más de veinte, salpicarás el papel que has escrito con el líquido aún tibio. No hables, no menciones ni murmures el nombre de tus desvelos y pesadillas. No pienses en él. El puño siempre cerrado. Tres veces harás la señal de la cruz y tres veces invocarás, por su nombre, a la Virgen, al hijo de Sales y a sus padres. No abrirás tu mano, no deben vencerte el cansancio o el dolor, que la tenacidad de tu deseo por el bien mantenga presa en ella la ansiedad del mal. Luego, vencido el mal, abrirás tu mano, leerás lo escrito en el papel manchado y luego lo que la humedad y la sangre te permitan ver sobre la palma de tu mano. Repetirás tres veces cada paso. En voz alta y sin gritar, firme y con la fe que habita todo tu espíritu, repetirás lo escrito. Sin alzar la voz para no despertar al dios y al diablo que habitan tu desesperación. Ninguno de ellos regala un perdón o una condena y es necesario conquistarlas en la batalla que uno libera en su creencia.

 

Ricardo volvió a su casa. Llevó a cabo el rito ese mismo día. Leyó tres veces el papel y tres veces su mano. Todo tal como lo indicaron las viejas. Entre la sangre y el sudor se alcanzaban a ver con claridad los signos que una de ellas había realizado esa mañana del 24 de enero. Repitió con firmeza y colmado de una extraña fe lo escrito: literatura-yuyos malditos-literatura-yuyos malditos-literatura-yuyos malditos.

Esa noche las viejas festejaron y echaron a reír.

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