yuyos malditos
escritores de la estepa
Silvia Urtubey
Temporada 1
Casa
Giré y vi, con los ojos cerrados,
con los dientes mordidos y en la garganta nada,
la casa de la esquina que parecía muda.
Una piedra sobre la otra, un ventanal junto al otro,
dos balcones en planos convergentes
y el cifrado de los fantasmas que niegan el humo.
Lo que no puede ser tocado otra vez,
siquiera visto, está adentro y está afuera.
Entre esa clase de intemperie que el tiempo acuna
ya no hay un paso hacia la puerta.
No hay tampoco ruidos que desde sus huecos
simulen ojos ni una sola bala que sobreviva
a lo ínfimo de su pronunciación.
La casa no ha tenido antes un rincón más distinguido
ni una nube más quieta que el propio techo
pero tampoco humedales más riesgosos
que sus escaleras ni tragedias más intensas que los desayunos.
Hubo silencios crujiendo en la planta más baja
donde padecen los enfermos una espera intransigente
hacia cierto encuentro con alguna verdad y algún destino.
Hubo, en los patios que morían sobre el vigor de la terraza,
griterío, la jaulita casi siempre vacía y, en algún lugar,
al cruzar la puerta,
ningún piano.
Antes de morir, la casa mató a los ancianos,
se tragó las noches y los días, las libretas, el trabajo, los libros,
los territorios oscurecidos de intimidad y las cartas.
Desde la plaza, al girar, los escombros se aterran conmigo.
Pero la casa está y lo mío es la quimera de sus ruinas.
Por esta vez hay algo que no puede
revelarse ni rebelarse
y es en esos intersticios de la lengua
donde se quema nostalgia
y donde se extingue esperanza junto al cartel
de la calle que ahora lleva otro nombre.
Antes de volver conté los pasos alrededor de la plaza
honrando lo inútil, lo pasajero, lo abyecto,
y me aseguré de aprender esa música.
No hay una ley que prohíba olvidar.
Temporada 2
La rebelión de la muda
(diez escombros)
I
Sobre el borde de la mesa
una arruga del mantel requiere atención.
No negaré que el detalle y el devenir cotidiano del detalle
se valoran mucho después,
cuando ya se ha olvidado la suavidad de las cosas.
II
Entre los presos y los locos
se engarzaban delirios
para fortalecer la desmentida.
A fin de no aceptar
que la palabra “estallar” estalle,
y para no mugir
y para no quitar a las flores sus avispas,
cualquier montón será bandada:
de moscas, de locos, de letras, de mordazas.
III
Fue como estar detenida
al borde del andén
sin saber siquiera cuál era la ciudad
pero tampoco desconociendo sus fragancias.
Quietas las pestañas, sin respirar,
los ruidos de lo que dormía eran de piedra
mientras todo durmiera también sin mí.
IV
La última vez que algo pequeño ocurre
lo terrible se detiene buscando un latigazo
donde antes hubo credo.
V
A veces los dedos tocan el raspón
entre lápices y letras labiales
en la intemperie de la escritura
allí donde nada se deshace por completo.
VI
La montaña de palabras quema el texto,
un arpón de nieve lo requiere
y algo queda probablemente vivo.
Después del viento
y después de los matones, un silencio.
VII
Del escalpelo con que la mano escribe
se sabe apenas lo que imaginamos.
Pero el ruido de sus letras
le atribuye matices de navaja,
aires de veneno, empuñadura de versos.
Más filoso que el aire,
más hundido y brillante que la palabra laguna
es el tiempo y su actualidad escapando.
Los juncos se corrompen en la huida
con solo pasar por su cueva encendida.
La cavidad de la boca tensa el grito.
VIII
La imposibilidad de apreciar las estrellas
es un mal que se hereda
sin alivio,
pero una vez traspasada la rompiente
nada de aquello que las estrellas anuncian
es ajeno a lo humano
en las cavernas de saliva
donde la voz se prepara.
IX
Se impuso una inmensa combustión
antes del habla.
Se impuso un ave montada varias veces,
lo inundado, lo descifrado,
los susurros de fusa, otras cárceles.
X
La rebelión de la muda es materia
del polvo propagado a golpe de malón.
El cuerpo
el cuerpo muerto del cuerpo vivo
no navega río sinuoso arriba
ni se clava en la dentadura de los sauces
así como la vanidad de una margarita
se reduce en minutos a su redondel amarillo
quién sería el otro cuerpo
si no fuera este muerto
que lleva en su bolsillo despojado
el plástico forense de su identidad
quién sería el otro cuerpo
a qué otro santiago adjudicarle
muerte tras muerte
todas las interrupciones de sus sistemas
y todas las mutilaciones de sus besos
mamíferos hiénidos carnívoros
micrófonos muérdagos carátulas
se lo comen se lo tragan
se lo niegan se lo hielan
yo tengo un hijo que lleva
su nombre y su apellido
que nunca estuvo en mis entrañas
un hijo imaginario que revuelve la basura
para hurgarse a sí mismo en lo podrido
lo ayudo a quitar las arañas
de sus manos
y le tapo los ojos
para que no vea este rayo
esa bestia que le sangra
y estos descarrilamientos
que lo vuelven a matar
como cuando yo estoy muerta muertísima
fría y violeta después
de la mortaja de hierba
donde tuve que ver por la televisión
a mi hijo hambriento
todavía sin su acta de necropsia.